Comentario
La abundancia de hombres libres en los tiempos iniciales se explica por el origen de los pobladores de los primitivos núcleos cristianos: habitantes de las montañas poco romanizados, desconocen la gran propiedad y sólo llegarán a ella a través de un largo proceso con ritmos diferentes en cada zona. En las tierras alejadas de la frontera, estén en Galicia, León, Navarra, Aragón o los condados catalanes, al crearse en ellas sedes episcopales y grandes monasterios y conceder el rey o conde extensas propiedades a los nobles, aumentan los vínculos de dependencia y la presión sobre los pequeños campesinos. En las zonas fronterizas, la necesidad de atender a la defensa del territorio obliga al poder público a conceder numerosos privilegios a quienes habitan en ellas, privilegios que se traducen en el reconocimiento de la libertad individual y de la propiedad de los pequeños campesinos, hasta que la frontera se aleje y acaben imponiéndose nobles y eclesiásticos, dueños de grandes propiedades.El paso de la libertad a la dependencia puede realizarse directamente por medio de la encomendación que supone, por parte del campesino, aceptar como señor a un noble o institución eclesiástica a la que entrega sus tierras a cambio de protección, para volver a recibirlas ya no como propietario sino como cultivador que reconoce los derechos señoriales pagando determinados tributos o realizando diversos trabajos para el señor. En otros casos, el proceso de pérdida de libertad es más complejo: incluye una primera fase de pérdida de las propiedades en años difíciles y una segunda de pérdida de la libertad cuando el campesino, sin tierras, se ve obligado a aceptar las condiciones del gran propietario.En los condados catalanes, los condes, los funcionarios y los monasterios e iglesias se convirtieron rápidamente en señores de las tierras y de los servicios y derechos de los hombres que las cultivaban, bien por compra, cesión real, usurpación, o por entrega voluntaria como en el caso de los dieciocho grupos familiares de Baén que entregaron en el año 920 todos sus bienes al conde Ramón I de Pallars para obtener su protección "contra todos los hombres de vuestro condado", proceso documentado igualmente en las comarcas navarro-aragonesas donde los barones, aunque más tarde, por el hecho de gobernar un territorio y tener sobre los habitantes derechos judiciales y fiscales obtendrían la encomendación voluntaria o forzosa de algunos campesinos.En los reinos occidentales, Sánchez Albornoz ha podido probar la existencia de pequeños propietarios gracias a la utilización de los documentos por los que éstos ceden o venden sus bienes a nobles y monasterios, es decir cuando justamente dejan de ser propietarios. El pago de las deudas, de los daños causados a terceros, de los derechos y penas judiciales..., obligan a desprenderse de las tierras o a buscar un prestamista, que exige como contrapartida la cesión voluntaria de las tierras que poseen los pequeños propietarios que, desprovistos de otros medios de subsistencia, se verán obligados a emigrar siguiendo el avance repoblador o a entrar al servicio de monasterios y nobles como colonos. Los pequeños propietarios castellanos pudieron defenderse mejor de la presión nobiliaria y eclesiástica por el hecho de que los condes los necesitaban para mantener su independencia frente a León, Navarra y Córdoba, y por no existir en Castilla hasta época tardía un clero organizado ni una aristocracia fuerte. Por otra parte, la libertad castellana se vio favorecida por la existencia de comunidades rurales que ya en el siglo X tenían una organización y una personalidad jurídica que permitía a sus habitantes tratar colectivamente con nobles y eclesiásticos y defender sus derechos con relativa eficacia. Colabora a la pervivencia de los hombres libres en Castilla la elevación a un cierto tipo de nobleza de los campesinos que tenían medios suficientes para combatir a caballo (caballeros villanos), que existieron también en los demás reinos y condados aunque no alcanzaron la importancia que en Castilla.Tanto en los reinos occidentales como en los orientales, los avances cristianos de los siglos XI y XII se efectúan sobre tierras de difícil defensa si no se consigue atraer a pobladores ofreciéndoles privilegios que compensen el evidente riesgo que supone habitar en zonas expuestas a las correrías de los musulmanes o a los ataques de los reinos vecinos. El ofrecimiento de condiciones favorables, entre ellas la libertad para los pobladores de las nuevas tierras, es la norma, aunque puedan citarse numerosas excepciones.La fertilidad de las tierras ocupadas en el siglo XIII y las facilidades dadas por los soberanos deberían haber atraído a la gran masa de campesinos semilibres del norte, pero sabemos que el número de éstos que fijó su residencia en el Sur fue limitado. El abandono de las tierras del Norte por sus cultivadores no interesa a los nobles y clérigos dueños de la tierra y la repoblación corre a cargo de los habitantes de las tierras nuevas ocupadas en los siglos XI y XII, dotados de mayor libertad. El caso catalán puede ilustrar la reacción señorial, visible, con matices, en todos los demás territorios. Los nobles, antes que permitir la emigración de sus campesinos, apoyaron a los mudéjares valencianos sublevados contra Jaime I en 1248 y 1254 o consintieron el relativo despoblamiento de Valencia y Mallorca; en este último reino, a juzgar por el habla de los mallorquines, hubo numerosos campesinos procedentes del Ampurdán, zona fuertemente señorializada, por lo que cabe suponer que se establecerían en las tierras concedidas a los nobles. Mallorca absorbería el excedente demográfico de la montaña catalana y, una vez restablecido el equilibrio entre la población y los recursos ampurdaneses, se impediría la emigración porque la despoblación de la Cataluña Vieja suponía la pérdida de una parte de los ingresos señoriales.La expansión hacia el sur y hacia el Mediterráneo fue acompañada en el interior del doble fenómeno ya descrito: concesión de franquicias y de privilegios a los campesinos y, por otro lado, aumento de las presiones señoriales en las zonas montañosas y de escaso rendimiento. De esta forma se produjo una diferenciación en el mundo campesino de la Cataluña Vieja. En las zonas fértiles, de llanura, no fue preciso someter al campesino a una mayor dependencia para evitar la huida; bastó hacer algunas concesiones económicas que, por otra parte, el señor podía permitirse dada la fertilidad de la tierra. En las zonas pobres, los privilegios y franquicias eran insuficientes para retener a los campesinos y se les impidió la emigración de manera legal. Esta diferencia será decisiva a la hora de explicar el distinto carácter de los movimientos campesinos a fines del siglo XIV y del XV: en la comarca próxima a Barcelona y en Vic desaparecieron los malos usos a fines del siglo XIII y los campesinos luchan para que se les permita cultivar la tierra en condiciones ventajosas, mientras que en el norte se exige el derecho de abandonar la tierra; los primeros se muestran dispuestos a negociar, para los segundos la única opción es la revuelta para conseguir la libertad, para redimirse. La remensa, la obligación de pagar un rescate para abandonar la tierra, se fijó en el siglo XIII, sin duda para frenar el movimiento emigratorio. En 1283, Pedro el Grande reconoció la vigencia de la remensa y dispuso que los campesinos de los lugares donde acostumbraban redimirse no podían fijar su residencia en villas de realengo si antes no pagaban la cantidad exigida; en estas mismas Cortes se fijó la dependencia de los vasallos respecto a su señor y se dio vigor a una disposición en desuso aprobada en 1202 por la que se reconocía a los señores el derecho de maltratar a sus rústicos y de ocupar sus bienes sin que por ello tuvieran que responder ante el rey, salvo en los casos en que los siervos hubieran sido cedidos en feudo a los nobles por el monarca o por los clérigos. Para evitar la competencia entre señores, la atracción de los campesinos de unos por otros, en 1202 se prohibió a todos recibir bajo su protección al hombre de otro señor sin la autorización de éste.